Para Giacometti, ser artista es fracasar como nadie se atreve a hacerlo, mientras que para Goethe, el no poder acabar su obra es lo que engrandece a un escritor. La obra perfecta está únicamente en la cabeza del artista. La insatisfacción es la esencia y la naturaleza íntima del talento, y la obra, el poema o el libro, sean como fueren, siempre podrían haber sido diferentes de como han llegado a ser.
Miguel Ángel Ortiz Albero rastrea en la obra de escritores como Baudelaire, Cioran, Kafka, Sebald o Vila-Matas, y de artistas como Boltanski, Cézanne o Delacroix, la posibilidad de reflexionar acerca de cuándo podía darse por finalizado, si es que esto fuese posible, el proceso de un trabajo creador. Todos aquellos que han cogido una máquina de escribir o un pincel, quienes han esbozado un gesto en el aire o han esculpido la roca, o aquellos que han decidido hilvanar un discurso, todo ellos han soñado al inicio con el resultado perfecto, con la obra ideal que habría de ajustarse a sus anhelos e intenciones. Pero el camino, lo saben, es tortuoso y el proceso es cambiante.
Ahí están las dudas y las vacilaciones. Ahí surgen la demora, la digresión y el retardo; la imposibilidad o el arrepentimiento; la imprevisión o el azar; las ataduras o las repeticiones. Todo se sitúa, tal vez, entre el grito y el callar. La voluntad de permanencia y el deseo de duración se encuentran frente a frente con el temblor de la mano, y es entonces cuando acechan el hastío, la desilusión, la renuncia o el abandono; incluso, la aniquilación, la destrucción o el borrado. Sea como fuere, es preciso, dicen, seguir pese a la imposibilidad, porque incluso en la putrefacción hay fermentación y hay vida y día logrado.
Estas Variaciones no son sino una personal lectura de algunas de las muchas reflexiones que sobre la imposibilidad del terminar se han escrito, conformando un trenzado de historias que, como la vida, habrán de quedar inconclusas.